Lo último
‘Dublineses’, la más hermosa y melancólica Epifanía

Fotograma de ‘Dublineses’ de John Huston.
Se acabó esta extraña Navidad para alegría de algunos, para aflicción de otros; siempre es así. Los días que obligatoriamente señala el calendario presionan -a no ser que una fuerza de voluntad o una valentía indescriptible se apodere de nosotros- a caer sin remedio una y otra vez en los mismos pensamientos, en idénticas actitudes. Por eso hoy nos detenemos en una obra magistral, ‘Dublineses’; el legado melancólico perfecto de un maestro, John Huston.
El último de estos días en las señaladas fechas es el de la Epifanía, eso que nosotros llamamos los Reyes Magos. La Epifanía que etimológicamente procede del griego επιφάνεια viene a significar en nuestro lenguaje civil «manifestación», esa especie de revelación, de aparición de sentimientos, de encuentros y reencuentros con verdades que nos hemos ocultado, que, queriendo o sin querer, dejamos encerradas en los baúles del recuerdo, muchas veces para sobrevivir y seguir adelante.
Hoy, en estos tiempos de zozobra e inquietud, quiero traerles el ejemplo cargado de belleza y melancolía de una de estas duras manifestaciones, la Epifanía Joyceana, de su relato The Dead ( Los muertos) a través de unos ojos próximos a extinguirse, los del maestro John Huston en su última y póstuma película en 1987, Dublineses, basada en el inmenso libro de relatos del magnífico autor irlandés James Joyce, publicado en 1914 con el mismo nombre.
Sencilla en cuanto su esquema, Dublineses ocupa simplemente dos escenas y escenarios: la primera, la fiesta de celebración en casa de las ancianas hermanas Morkan, durante alrededor de una hora de metraje; la segunda, de apenas 15minutos, en el hotel donde se alojan Gabriel y Greta.

Lánguidamente, bajo cierta oscuridad apenas iluminada por lámparas adormecidas, se irá sucediendo, como quien no quieres la cosa, casi imperceptiblemente, todo aquello que año tras año, aunque solo sea en el fondo -pues es claro que la formas siempre evolucionan-, viene sucediendo en cada una de las citas obligadas que el ser humano, en este caso el católico, se ha ido imponiendo. Revelándose así, al igual que el relato de Joyce, con discreción y hermosa narrativa, las conductas, tics, conversaciones de lo lógico y lo ilógico de tales encuentros, del humor y la esperanza, de las nostalgias y los miedos.
Pasa Huston lo más cercanamente del relato, por actitudes tan obvias como el romanticismo, («tú me has dejado sin lo que había ante mí, me has dejado sin lo que había detrás de mí»), la educación, la política, cierta hipocresía, la caridad, la ausencia de claridad en las relaciones afectivas solapadas por las más que esenciales fórmulas de cortesía. Las turbulencias propias de aquellas reuniones que impuestas, muchas veces sobrecogedoras o en algunos casos insoportables por todo lo que ello traerán, más allá del reencuentro, más allá de la convención y del propósito mil veces formulado de no dejarse caer, de empujarse -normalmente sin éxito- hacia la corrección y la solidaridad con aquellos que amas o aprecias. Y todo esto para comprender, sin tapujos, la revelación ineludible, la manifestación cercana a lo cruel, de cuán poco somos frente a los demás y frente a la ausencia de tiempo entre los escasos minutos que dura una vida. Una vida y una muerte que ineludiblemente cubrirá la nieve, como cubre al malogrado amante adolescente.
Toda esta acumulación de caracteres, conversaciones, miradas, de detalles específicos como en la primera secuencia, con sus bailes, sus canciones algo marchitas, las entrañables justificaciones personales y entre unos y otros, concluirán sin engaños, con una franqueza dolorosa en la manifestación reveladora del segundo acto en el hotel, la preocupación existencial -mortal- que previamente ha sido señalada. La futilidad de los objetos, la aceptación de la intrascendencia, el tormento de los amores, «Qué pequeño papel he representado en tu vida», la incapacidad de huir del pasado, de evitar la muerte. La aceptación lejana a lo comprensible del, si no maldito, sí ordinario devenir.
Bajo una impecable y austera producción, Huston desarrolla en apenas 80 minutos el testamento más hermoso posible, el testamento cinematográfico a la altura de un maestro tan versátil como imprescindible.

Acompañan en su última cinta al gran director decorados perfectos, la iluminación expendida de la cámara de Fred Murphy, concediendo a los interiores un hermoso claroscuro, cuyas luces y sombras la acercan en sus espacios y rincones al ambiente doméstico imprescindible para el relato. El vestuario perfecto, sin querer hacerse destacar frente a la personalidad de los representados y sin duda el excepcional y coral reparto con Helena Carroll, Cathleen Delany, Marie Kean o Dan O’Herlihy, liderados por dos interpretaciones tan magistrales como a primera vista de extraña elección, la del gran Donald McCann y la de una extraordinaria Angelica Huston. Y la hermosa canción The lass of Aughrim, compuesta por Frank Patterson
Acudan a ella si pueden y serán incapaces de olvidarla, aunque tengan que castigarse como Conroy en el hermosísimo epílogo y aceptar lo transitorio, eso que el magistral Huston nos dejó como legado en su último aliento cinematográfico para comprender que «uno a uno, todos nos convertiremos en matices».